carta de un veterano penitente


Un malestar me sube cada día cuando atravieso la barrera de entrada en esta empresa. El camino al vestuario es largo y me da para pensar mucho. Al llegar al puesto miro a mi alrededor ¡¡Cómo ha cambiado esto!!.
 Cuando entré en la fábrica se respiraba algo de libertad. No puedo decir que se estaba mejor que en casa, porque esto no deja de ser un trabajo, pero no se trabajaba a disgusto. Pocas cosas estaban prohibidas, y el ambiente con los compañeros era cordial e incluso flotaba en el aire cierto aroma a camaradería.
Con el tiempo nos “reeducaron” y comenzaron a prohibir cualquier cosa.. Lo que antes era un espacio de trabajo e interacción social, se ha convertido en una mazmorra de la que estas deseando salir según entras por la puerta. Una tortura, y además los problemas te los llevas a casa aunque sabes que no debería ser así.
Los de mi generación somos conscientes de esto porque hemos vivido el cambio. Sabemos lo que fue y lo que es. Lo que acabará siendo… nos lo imaginamos. Sin embargo los compañeros de nuevo ingreso entran sin referencias del pasado, en blanco, vírgenes, y creen que la única realidad posible es ésta. Siempre vivirán asumiendo que nada puede ser cambiado porque todo lo han conocido tal y como es. Borrado el recuerdo colectivo de un tiempo mejor, el deseo de cambio corre serio peligro, y si deseas el cambio te recordarán que hay millones de personas en paro deseando entrar aquí.
No se, pero me da la impresión que de un tiempo a esta parte todo va demasiado deprisa y sin control. Vivimos inmersos en un mundo huérfano de coherencia y de sentido común, y eso me produce vértigo.